Mis historias favoritas son las caballerescas, sin duda. Fui educada por una abuela con grandes ideales, con una concepción del mundo excesivamente romántica y con una buena dosis de misoginia. Y esa infancia mía al lado de mi abuela estuvo plagada de libros sobre los mismos caballeros de los que ella me hablaba, libros que me rodeaban física y mentalmente, por dentro y por fuera, libros que yo devoraba sin ningún empacho.
El joven apuesto, de educación refinada, modales impecables y de principios férreos se convirtió en un primer momento en una especie de ideal de la perfección con el que yo soñaba. Con el tiempo, ese ideal se fue materializando en distintas personificaciones. Donde todo el mundo veía un mendigo, yo veía un príncipe desterrado injustamente que algún día recuperaría el lugar en el trono que le correspondía. Donde todos veían un hombre solo en la barra de la taberna agarrado a una botella como si de ella dependiera su vida, yo veía un alma atormentada por los remordimientos demasiado nobles de su dueño. Si un tipo me invitaba a un café, era un perfecto caballero. Si tenía que pagar yo misma mi cena, era un perfecto caballero que respetaba, por encima de su caballerosidad, mi autonomía económica de mujer liberada del yugo masculino imperante. En todo momento y en todo lugar encontraba yo nobles caballeros, y creía en ellos, a menudo con más esperanza ciega que con verdadera convicción. Y todo el mundo era, así, personaje protagonista de la particular novela en que se había acabado convirtiendo mi vida.
Hasta que un día decidí tomar las riendas de la situación, o, más bien, acabar con todo aquello. Cierto que muchas veces había yo acertado y había descubierto magníficos espíritus de nobleza sin igual, a pesar incluso de ellos mismos. Pero no es menos cierto que en numerosas ocasiones aquellos príncipes de cuento de hadas habían resultado ser repelentes sapos, es decir, auténticos gilipollas.
Así pues, un buen día empecé a ser yo el caballero.
En realidad, no sé muy bien cómo ni cuándo. Supongo que fue algo progresivo: un día, en el autobús de camino al centro, cedí mi asiento a una señora que -supuse- lo necesitaba más que yo; otro día, al salir de clase, mantuve la puerta abierta a un compañero aunque -pensé- no era necesario. De alguna manera, esos pequeños y puntuales gestos se fueron convirtiendo en costumbres, fueron arraigando y se instalaron en cada músculo de mi cuerpo; se reprodujeron, surgieron más y más, de todo tipo, y acabaron inundándome desde los pies, anegando al final incluso mi mirada.
Fue lo más difícil: la mirada. La mirada y la mente. Porque un caballero ha de saber mirar como un caballero. Tiene una mirada especial que percibe al otro de una manera particular y que, sobre todo, es percibida como algo diferente, como algo que proviene casi de otro mundo. Algunos actores han conseguido imitarla con bastante credibilidad. Finalmente, conseguí ese milagro. Y la mente: la mente, la mía, siempre había estado un poco impregnada de todo ese halo romántico, pero no del todo. Hasta aquel día. Fue el día en que me nombraron caballero. Aquella misma mañana me había comprado mi primera moto, mi primera montura, y salí a probarla por la autovía hacia la costa. Me fui a dormir aún con el viento revolviéndome el pelo. Y soñé. Soñé que me nombraban caballero, con espada y todo, y que hacía un juramento de por vida. A la mañana siguiente, compré una botella de whisky para poder beber sola en casa cada noche con la mirada perdida en el infinito que hay más allá de la existencia. Conseguí una Biblia para leer en los días más fríos y tenebrosos, pues todo caballero ha de leerla al menos una vez en su vida. Y yo era un caballero. Lo había jurado por mi Dios, por mi rey, por mi patria y por mi honor. Me puse una muñequera negra en la diestra por si tenía que batirme, para que me pillara en caliente. Ayuné durante varios días, preparando mi cuerpo para los posibles imprevistos y sus rigores.
¡Necesitaba una dama en mi vida! De repente me di cuenta: todo caballero necesita una dama, una dama inalcanzable, por supuesto, pero que sirviera de inspiración a mis actos, y de paraíso, y de láudano en los momentos más bajos. Una dama fuera de mis posibilidades que me obligara a darme a la bebida o a salir del alcoholismo, según fuera el caso. Una dama por la cuál morir fuera un agradable paseo.
Y necesitaba un amigo, claro. Pensé mucho sobre esto, pues no servía cualquiera. Las mujeres, como amigas, estaban descartadas, eso seguro. Ellas no entendían nada. Pero es que los hombres cada vez andaban peor; además de que casi todos ellos resultaban ser unos gilipollas, como ya he dicho, los pocos que quedaban que merecieran la pena eran ya caballeros, que se creían muy importantes y que no se dejarían tratar como simples escuderos. Iba a ser muy complicado encontrar un amigo. Incluso pensé prescindir de él, pero era imposible. Si una dama era un motivo, una excusa o una razón de ser de la que emana el sentido de la existencia, así un amigo es un testigo, un espectador, un espejo que me devolvería la cordura.
Pero no encontré dama. Y no encontré ese amigo. Y las metas para vivir escaseaban. Y los testigos de mi vida, pocos, no entendían nada. No podían entenderlo. Era imposible. Les echaba encima mi mirada de caballero, y ellos preguntaban, perplejos, "¿Qué te pasa? ¿Por qué me miras así?". Que qué me pasa. Entre caballeros, esas preguntas no tienen cabida, señores. Me daban ganas de sacar la espada y retarles a todos a un duelo junto al muro del convento más cercano al caer la noche. Y, aunque nunca hice nada semejante, algunos parecían comprender con quién tendrían que vérselas de seguir con aquella sarta de estupideces, pues no volvieron a tener el atrevemiento de repetir tales preguntas. El hielo de mi mirada, el rictus en mis labios, mis mandíbulas apretadas y la sombra de mi sombrero de ala ancha proyectándose en la amenaza de mi cara. Surtió efecto.
Pero hubo un tipo desgraciado y maloliente que una vez tuvo la osadía de tutearme. Estuvo a punto de correr la sangre. Me pasé los dedos lentamente por el bigote, le medí con la mirada. Era un bastardo borracho con un grupo de camaradas riéndole la maldita gracia. Siete contra uno. Decidí perdonarles la vida y seguir mi camino, aunque sin darles la espalda. Alargué mi mano hasta el sombrero, toqué levemente su ala y retrocedí, marcha atrás, sin quitarles el ojo de encima, hasta las sombras de la esquina donde me di la vuelta envolviéndome en mi capa de oscuridad. En el último instante, cuando yo ya había doblado por la calle de al lado, una voz llegó hasta mis oídos. Aquel carcamal me llamó "Puta loca". Pardiez, que eso no se lo podía permitir. Un rayo de odio restalló en mis ojos y mi mano estaba ya desenvainando cuando, por la esquina contraria, apareció un grupo de corchetes. Tuve que disimular la espada bajo la capa y esperar a que pasaran. Cuando volví a por ellos, el grupo había desaparecido. Rufianes. Cobardes. Siete contra uno y no habían dado la cara.
sábado, 16 de junio de 2007
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2 comentarios:
Fantástica la primera parte de esta historia. Estoy deseando que continue este relato de identidades caballerescas. Me siento muy identificada, mil gracias, son las palabras que siempre he pensado, y nunca he logrado decir nada más que al leerlas en tu escrito. También a mí me ocurrió, que, tras las lecturas de caballeros, y viendo lo poco caballeros que son los hombres hoy día, alias "gilipollas", también decidí convertirme en un caballero, y, curiosamente, Carmen, me pasó igual que a la protagonista de tu historia, me di cuenta la primera vez que cedí el primer sitio a una mujer mayor en un autobús de París. Desde ese momento también busco dama, no tanto escudero, o en todo caso un escudero de igual a igual, o sea, otro caballero. ¿Te apuntas?
Dios! Que emocion, cuando mancillan su honor diciendo: "Puta Loca" me he levantado de la silla agarrando mi "espada"! (Estaba...bueno, estoy en el curro)
Yo tmb voy a esperar con ansia la segunda parte de esta historia.
Aunque yo sea un chico, no puedo estar mas de acuerdo con lo de los gilipollas, una verdad como un templo, aunque hay excepciones, pocas.....lo se.
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