Ax y Nai caminan por el desierto de las calles en que se ha convertido aquella ciudad repleta de gente.
Ax está de paso. Se dirige al centro en busca de una cafetería -ya sabe cuál- en la que sentarse a escribir el tercer capítulo de su novela. Hace cinco años que no pisa esa ciudad, pero aún recuerda vagamente al último camarero que le atendió. Lo imagina tras la barra con la misma camisa blanca y esas ojeras que le ocupaban toda la cara borrándole la sonrisa.
Nai vive allí, desde siempre. Toda una eternidad. Como cada día, se encamina hacia la cafetería más próxima al despacho en que trabaja. Hubo un tiempo en que curioseaba a los habituales de aquel local popular. Ya ni se molestaba. Se los sabía de memoria. Se sentó en la mesa de la esquina, e ignoró los comentarios, los silbidos y las miradas de los clientes. A sus casi treinta años, la belleza de Nai estaba en el punto de máximo esplendor.
Ax llegó a la cafetería con ojos soñadores. Le hizo un guiño al camarero nada más entrar. Era el mismo, el de las enormes ojeras. Pequeña decepción ante la mirada opaca e interrogante del camarero, que parecía no haberle reconocido. Ax tomó asiento junto a la barra y se dispuso a sacar su cuaderno de notas. Antes de haber encendido su primer cigarrillo, tenía ante sí, como salido de la nada, un café cortado con coñac, humeante, bien cargado, como a él le gustaban desde hacía más de quince años. El camarero sí le había reconocido. Se acordaba de él y de sus costumbres. Todo un detalle. Ax sonrió para sus adentros.
Nai cruzó las piernas, removió el café y continuó mirando por la ventana, distraída, somnolienta, con la cabeza apoyada en la mano izquierda. Una hoja otoñal caía desde el cielo al otro lado del cristal, y se reunía con su sombra que la perseguía en ángulo recto.
Ax levantó la cabeza. El camarero, sin inmutarse, señalaba con el mentón la esquina más alejada de la barra, la que tenía la única mesa soleada junto al ventanal. En su mirada, Ax creyó entrever un diminuto y fugaz brillo de complicidad. Ax dudó un momento. Después guardó su libreta cuidadosamente, se pasó la mano por la cabeza para despeinarse, pensativo, y, tomando aire, agarró el café y se acercó a Nai.
Nai pensó en Ax antes de llegar a verle. Quizá una corriente de aire había llevado hasta ella su aroma. Unos segundos más tarde vio cómo un vaso de café se posaba en su mesa. Alguien ocupó la silla de enfrente.
Ax no pudo reprimir un cierto rubor al contemplarla. "¡Dios, jamás estuvo tan preciosa!".
Nai no tuvo tiempo de sorprenderse, tanta fue su alegría. Ax no estaba muy cambiado, pero sí más viejo y más interesante. Habían pasado cinco años desde la última vez que se encontraron. No podía apartar la mirada de sus labios. Siempre le pasaba lo mismo.
Esos instantes, los primeros en mucho tiempo, pasaron a convertirse en segundos y, después, en minutos. Demasiado tiempo como para decir algo, pero demasiado también como para seguir en silencio. Al fin, se decidieron a hablar: los dos, al unísono, preguntaron con el tono despreocupado de quienes se hubieran despedido pocas horas antes: "¿Qué tal me encuentras?".
Nai pensó "más viejo", pero no lo dijo.
Ax pensó "estás tan preciosa, tan radiante...", pero prefirió callarse.
Nai pensó "increíble: tantos años, y aún te sigo queriendo".
Ax pensó "jamás he tenido tantas ganas de besarte como ahora".
Nai pensó "ojalá me besaras" y "ojalá vinieras para quedarte".
Ax pensó "querida niña, moriría por ti si me lo pidieras".
Los dos rieron sin risa, pero ninguno llegó a decir nada.
El camarero los observaba desde lo alto de sus ojeras. Su cara ya no estaba impasible. Meneaba la cabeza de un lado a otro con desesperación mientras secaba las copas. "¿Qué tal me encuentras?... valiente estupidez... ¡Ésa es la pregunta que se hacen después de tantos años! Dime qué sientes por mí hubiera sido más directa e igual de infructuosa".
Veinte años trabajando de cara al público reportaban mucha sabiduría, si se sabía observar con atención. Jamás había conversado con Nai. Con Ax, sólo sobre políticas autonómicas. Aún así, podía escuchar todas aquellas frases que la extraña pareja se dedicaba en silencio, frases que probablemente ninguno de los dos llegaría a oír nunca de labios del otro, ni a sospechar siquiera de su existencia. Sabía que, como había pasado cinco años antes, Ax y Nai se encontrarían los próximos días en aquella cafetería. Ax no escribiría una sola línea nueva para su novela. Nai no comería con su familia con la excusa de tener reuniones de trabajo. Ax contaría sus anécdotas más divertidas, y Nai le escucharía encantada. Nai le enseñaría una foto del cumpleaños de su hijo pequeño, y Ax le mandaría recuerdos para su marido. Ax no le daría el beso que ambos llevaban años soñando, y Nai no se fugaría con él, ni por una vida ni por una noche.
El camarero sabía bien todo esto, y sabía que unos días después Ax tendría que marcharse de la ciudad, una vez más, y que cada vez le costaría más regresar. Y sabía que Nai volvería a su rutina y cada mañana llegaría a la cafetería, con la mirada perdida y cansada, somnolienta, distraída y triste, a desayunar contemplando la caída de las hojas otoñales. Sabía bien cómo acabaría todo aquello. Volvió a menear la cabeza, abatido. Ya había pasado en otra ocasión, hace unos cinco años. Miró una última vez a la extraña pareja. Seguían en silencio, contemplándose. Los cafés se habían enfriado. Al camarero se le oscurecieron las ojeras un poquito más aún.
jueves, 14 de junio de 2007
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